Despertarse

De lejos la calle parecía común y corriente. Los mismos carros de todos los días pasaban desapercibidos y la gente en las banquetas igual. Algunos pasaban con prisa moviendo los brazos y las piernas de manera totalmente antinatural; otros con calma observaban las vitrinas de los negocios que aún no abrían. Era temprano. El sol acaba de levantarse y las nubes empezaban a espantar las pocas estrellas que sedientas de luz no se habían marchado con la noche.

Seguía en la esquina de la calle 19 ese restaurante de mala muerte al que habíamos ido muchas veces. Por fuera se veían las mismas cortinas amarillentas y tristes, los focos pelados en el techo, las sillas de metal con asientos de cuero negro y los manteles de cuadritos azules que cubrían las viejas mesas de madera corriente. Los dueños eran chinos que habían llegado al país sin decir dos palabras en español. Poco a poco habían aprendido a comunicar, al inicio con gestos como los primitivos. La primera palabra que aprendió don Calín fue dinelo. Y su primer verbo fue pagal. No es de malinterpretar; el señor era honesto. Claro, habían quienes decían que en realidad era un campesino de un área rural cercana, que había nacido por alguna extraña razón con rasgos chinos, y que la única China que había pisado era la hija de los Castillo, una patoja más enclenque que la palabra. Por supuesto, yo siempre creí en la autenticidad de don Calín. Recuerdo que una vez lo ví a través de la puerta de la cocina sosteniendo un bol de arroz y con palillos connacionales terminarlo con tal gracia y devoción que desde entonces me fue imposible negar su naturaleza asiática.

Era tan obvio como el anonimato de la calle. Ese restaurante chino se había vuelto el símbolo de la 19; era imposible no notar el dragoncito rojo en la esquina que lo distinguía. Me acerqué esperanzado: ver a don Calín sería come volver a mi infancia, a mi casa con mis papás y a mi cuarto desordenado.

Atravesé la calle y el dragoncito se volvió dragón. No sé si fue mi imaginación pero me pareció sentir ese olor de frito y agridulce que tanto lo distinguía. Decía “Cerrado por luto” y la puerta evidentemente no se abría. Cerré los ojos y vi cómo en ese momento los carros dejaron de pasar, la gente desapareció como por arte de magia y las vitrinas se vaciaron dejando espacios vacíos y expuestos. Me sentí vulnerable. Sólo en ese instante acepté mi soledad y que a los dragones también se les puede acabar su fuego, como a las estufas a gas.

El ruido de la calle me despertó y me dejó un sabor extraño en la boca, como el del chop suey.

Share Button