Dulce y salado

María Esperanza del Paso nació el 23 de julio en el pueblo de San Carnacio, a 27 kilómetros de la capital. Era domingo y uno de los días más calurosos del año. El día anterior había llovido todo el día y con el pasar de la horas, la humedad había crecido a niveles tan altos que Rosaria Pilar, la madre de María Esperanza, había pasado toda la tarde en su tina, sentada en una silla de plástico que su marido sin estar de acuerdo le había colocado debajo de la ducha. La había rogado para que cambiara idea, que ponerse en remojo seguro no le caería bien sobretodo en su estado, que lo mejor para sobrevivir al calor era tomar bebidas calientes, pero Rosaria se quitó el vestido amplio de lino que llevaba puesto, se sentó en la silla y sin contestarle, abrió el chorro. Rápidamente el agua empapó sus colochos, oscureciéndolos, su rostro cansado, su cuello largo, su espalda fina. Qué rica el agua fría, pensó. Sobaba su panza redonda como a un buda en tiempos de guerra, desiderosa que todo terminara lo antes posible.

Vivir en simbiosis era un acto bondadoso y sublime, carne de tu carne, sangre de tu sangre, un regalo de Dios pero para Rosaria todo ésto era solo una gran molestia. En parte porque a su cuerpo minúsculo le costaba mucho trabajo llevar consigo ese ser, en parte porque no había planeado tener hijos. En realidad non había planificado nunca nada en su vida. No estaba segura si todo había sido un error, o mas bien una broma del destino. A todas horas, contaba los minutos restantes como un estudiante aburrido en la escuela. ¿A qué hora irás a nacer niña? Pero la niña en el vientre no le respondió. 

El marido de Rosaria era un hombre necio pero de buen corazón. A cada rato le preguntaba a Rosaria cómo estaba, si necesitaba algo, si tenía hambre, y las pocas veces en las que ella le medio respondía que sí, que tenía hambre, luego corría a la cocina a preparle alguito. Un sandwich o una sopa de tomate o un licuado de frutas, que eran los únicos alimentos que le aceptaba su mujer.

Esa tarde en la que Rosaria parecía la estatua de arcilla de una fuente olvidada, estaba tan nervioso y había tanto calor que bebió tantos cafés que a las 4 de la madrugada seguía con los ojos pelados. En parte porque la cafeína lo tenía drogado, en parte porque contaba los minutos restantes como un pensionado en espera de su cheque. El siempre quiso ser padre. Era una bendición del destino, un regalo de Dios, y la llegada de María Esperanza lo tenía loco, ansioso de ilusión. Rosaria dormÍa a su lado. Su piel parecía la de una anciana. En vez de hincharse como el frijol en remojo, se había chupado como una uva pasa. Y a pesar del calor sofocante estaba fría. Tan fría que el marido sentía un cierto alivio al estar a su lado. Cerca, pero sin tocarla. A Rosaria no le gustaba el contacto físico con su marido. Le decía que emanaba mucho calor y que los pelos de sus piernas, brazos y pechos le hacían cosquillas y no descansaba bien.

Era cierto, el pobre hombre era bien peludo. Cuando habían procreado a María Esperanza empezaba el invierno y el calor de su cuerpo no la había molestado tanto como otras veces. Había empezado todo sin querer, como era habitual con ellos. Casualmente en su sueño, Rosaria extendió su brazo en dirección del marido y su mano cayó justamente en su miembro. Creyendo que había sido intencional, se despertaron de golpe, él y su miembro. De allí en adelante, todo fue un restregueo confuso. Sentía como le tashtuleaban sus pechos redondos a turnos, primero el derecho, luego el izquierdo, luego otra vez el derecho, sin contar los innumerables pellizcos y mordiscos, siempre a turnos, en cada pezón, que hacían que se le erizara la piel. Tenía el camisón con el que dormía enrollado en el cuello y la sombra de un hombre encima de ella que la invadía y acorralaba, la sensación de sofocar la había aturdido tanto que entre pellizcos, lenguazos y manoseos había logrado arrancarse el camisón, liberando en parte su cuerpo. Para él esa acción había significado consentimiento y su miembro se había endurecido aún más. La saliva y presencia del hombre la sentía por todos lados, en sus orejas picudas, sus hombros huesudos, sus cachetes redondos, en su boca rígida, en su nariz respingada. La punta del miembro le tocaba sus entrepiernas, el vientre, las caderas, como el badajo de una campana movida por el viento, dejando una estela sutil de un líquido espeso sobre la piel, y poco a poco su instinto de procreación empezó a ceder. Sin querer había envuelto el cuerpo del hombre con sus piernas finas y delgadas, atrapándolo, como en un túnel sin escape. Esa campana la entorpecía, la necesitaba en ese momento, la deseaba. Con sus finas manos, colocadas sobre las nalgas peludas del hombre, lo había halado hacia ella, incitándolo a penetrarla y con la fuerza de sus brazos intentaba dirigir hacia adelante y atrás la campana del hombre para agarrar ritmo. Luego de varios intentos fallidos, finalmente sonó, la penetración era profunda y precisa, como las campanadas de las doce de la Catedral del centro, una tras otra tras otra, en continuación, firmes, intensas, mojadas, y sin querer, placenteras. Su cuerpo se arqueaba con cada golpe, cada campanazo que retumbaba en la cavidad de su vientre provocando un gran eco. Entonces le pedía más y más y el hombre le daba y le daba hasta que los aullidos de los lobos se quedaron chiquitos en comparación con los de esos dos cuerpos, unidos carnalmente pero separados como los ojos debajo de la frente.

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Desde la noche de ese encuentro fatal, dulce y salado, María Esperanza era apenas un grano de células acurrucadas en el vientre y su madre, sin saberlo, comenzaba a chinchinearlo en silencio. Con el tiempo, no fue fácil aceptarlo y mucho menos confesarlo al marido. Sabía lo que significaría para él, por lo que intentó ocultárselo hasta que físicamente no pudo más con ese mal chiste.

El embarazo había sido un vaivén de cargas emocionales, de aumento de peso, de cuidados innecesarios, de calor. Rosaria vivía aburrida, sin saber qué hacer o adónde ir o si era mejor el dulce o el salado, y culpaba al marido de todo. Hasta del día en el que María Esperanza decidió abandonar su cueva y salir a la luz.

En el cuarto del hospital de ese fatídico 23 de julio, a eso de las tres de la tarde, sin haber almorzado, el marido empapaba su camisa en lágrimas de felicidad mientras acariciaba ese cuerpecito indefenso, jurándole que la cuidaría, más bien, que las cuidaría siempre, toda su vida, a sus mujeres.

Rosaria lo observaba indignada, planificando como vengarse de él… y de ella.

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